La otra tarde, mientras paseaba por el barrio, una señora que iba caminando rápido a modo de ejercicio físico, empezó a hablarme a propósito de una excusa peregrina. Digamos que fue algo como: “- ¡Eh! ¡Me encanta tu camiseta!” A lo que respondí con un escueto “Gracias”.
Hasta aquí, podríamos considerar que, el que un desconocido alabe por la calle tu forma de vestir, es algo normal. Yo nunca lo he hecho, pero tampoco soy nadie para dar la medida de la normalidad. El tema es que, sin dejar de caminar ni aminorar el paso, acompañó ese comentario inicial con un “¿Dónde la has comprado?” y posteriormente con un “¡Lo sabía!” al oír mi respuesta. No necesitó más para, acto seguido, empezar a contarme su vida.
Así, mientras se alejaba, giraba la cabeza voceando; que si su hermano tenía una camiseta parecida; daba unos pasos, se giraba de nuevo y que si en su casa lo llaman “el camisetas”; unos pasos más y que si la camiseta de su hermano era… Cada vez más lejos. Cada vez gritando más. Todo para terminar al final, ya en la distancia, volviendo al inicio: “¡Muy bonita la camiseta!”. Y yo, otra vez gracias.
El caso es que este encuentro me hizo recordar otras situaciones similares, como la vez que esa señora que, no sé el motivo pero parecía muy nerviosa, me preguntó si estábamos en el distrito tal de la ciudad. Sí, Bien. Y si el edificio que había justo delante era la junta de distrito. Sí, Bien. Y que si sabía cuántos distritos había en la ciudad. No ¿¡Qué!? Y que si… Señora suélteme el brazo.
Volviendo a la otra tarde, todavía no sé si esta mujer sólo quería ser maja o si es que va entablando conversaciones a lo loco con todo el que se cruza en su camino, pero me hizo pensar justo en eso. ¿Soy yo que desconfío de las personas simpáticas y sociables que me abordan por la calle? ¿Dónde termina la simpatía y empieza la intensidad incómoda que me hace ponerme a la defensiva? A veces es difícil de decir, al menos para mí.